miércoles, 27 de agosto de 2014

Estados Unidos: La excesiva militarización policial convierte a los agentes en soldados contrainsurgentes....Terror y ocupación del territorio... Matthew Harwood



TomDispatch.com

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García

Una nación bajo los SWAT *
Introducción de Tom Engelhardt
Pensadlo como un tipo diferente de regreso. Incluso cuando se libran guerras en países que están a miles de kilómetros, estas máquinas encuentran alguna forma extraña de hacer el largo camino de regreso a casa.
Tomad las últimas noticias del condado de Bergen, New Jersey, uno de los condados más ricos del país. El departamento del sheriff está consiguiendo dos vehículos a prueba de minas y protegido contra emboscadas del tipo MRAP –con 15 toneladas de protección– cedidos por el Pentágono a precio de bicoca. Y esto no tiene nada de especial. Desde 2013, el Pentágono ha entregado, por nada, 600 de estos vehículos, y les seguirán muchos más. Se trata de vehículos sobrantes, la mayor parte de ellos procedentes de nuestras últimas guerras; tal vez sean realmente prácticos para un sheriff preocupado por bombas colocadas junto a la carretera, sean en New Jersey o en cualquier sitio del país. Cuando se trata de la creciente militarización de las policías estadounidenses, son armatostes del todo habituales.

Lo único digno de ser una noticia en la historia Bergen es que alguien se quejó. Para ser más exactos, una integrante del consejo del condado de Bergen, Kathleen Donovan expresó en una reunión del consejo su oposición a la transferencia de ese material. “Creo”, dijo “que hemos perdido el camino si empezamos a hablar de poner vehículos militares en las calles del condado de Bergen.” Y criticó sin atenuantes la decisión de aceptar los MRAP diciendo “la cosa más absolutamente equivocada en el Condado de Bergen es tratar de militarizarlo”. Su jefe de equipo hizo un comentario similar: “Son vehículos de combate. ¿Para qué necesitamos un vehiculo de combate en las calles del condado de Bergen?”.

El sheriff Michael Saudino, al contrario, insistió con que los MRAP no son “vehículos militares”, en absoluto. Olvidaba el hecho de que fueron diseñados para y utilizados en situaciones de combate. En lugar de esto, el sheriff sugirió que una buena razón para tenerlos –además del hecho de que son gratis (excepto los gastos de envío, la gasolina y el mantenimiento)– es, esencialmente, “estar a la altura de los vecinos”. Señaló que la policía del condado ya tiene dos MRAP y su departamento no tiene ninguno y ¡ojo, el amor propio es importante! (“¿Deberían nuestros tipos del SWAT estar menos protegidos que los del condado?”, preguntó en una discusión con Donovan).

Un sorprendente informe de la Unión por las Libertades Civiles estadounidense (ACLU, por sus siglas en inglés) muestra que, como sucede en le condado de Bergen, las fuerzas policiales están siendo militarizadas en todo nuestro país en una cantidad de inquietantes aspectos. Más precisamente, están siendo convertidas en unidades tipo SWAT. Matthew Harwood, redactor y editor de ACLU y miembro regular de TomDispatch nos ofrece su visión de hacia dónde apunta el proceso de militarización de las policías. Bienvenidos a Kabul, Estados Unidos de América.
La excesiva militarización de la Policía convierte a los agentes en soldados contrainsurgentes
Jason Westcott tenía miedo.
Una noche del pasado otoño –vía Facebook– descubrió que un amigo de un amigo suyo estaba planeando, junto con algunos compinches, asaltar su casa. Iban a intentar robarle una pistola y un par de televisores. Según el mensaje de Facebook, el sospechoso estaba planeando “quemar” a Westcott; esto atrajo inmediatamente a la policía de Tampa Bay, que informó del plan.
Según al Tampa Bay Times, los investigadores que respondieron a la llamada de Westcott tenían un mensaje muy sencillo para él: “Si alguien entra en su casa, coja su pistola y dispare a matar”.
Alrededor de las 19.30 del 27 de mayo, llegaron los asaltantes. Westcott hizo lo que le habían indicado los oficiales, cogió su pistola para defender su casa y apuntó a los intrusos, que llevaban una escopeta semiautomática y una pistola. Con estas armas le dispararon a Westcott –mecánico de motocicletas de 29 años–. Fue herido tres veces, una en un brazo y otras dos en el costado. A su llegada al hospital, solo pudieron certificar su muerte.
Sin embargo, los asaltantes no eran unos cacos ocasionales en busca de un pequeño botín. Eran integrantes del grupo SWAT del Departamento de Policía de Tampa, que estaban realizando un registro porque sospechaban que Walcott y su amigo eran traficantes de marihuana. Habían recibido un chivatazo de un confidente, a quien entre febrero y mayo llevaron cuatro veces a la casa de Westcott para que comprara pequeñas cantidades de marihuana, entre 20 y 60 dólares cada vez. El informante dijo a la policía que en la casa había visto dos pistolas, razón por la cual la policía de Tampa recurrió a un equipo SWAT para que hiciera un registro.
Al final, el mismo departamento de policía que había recomendado Westcott que protegiera su casa con un elemento defensivo lo mató cuando él lo hizo. Después de inspeccionar su pequeña casa de alquiler, los agentes efectivamente encontraron hierba, por un valor de dos dólares, y una pistola legal, la misma que empuñaba cuando las balas hicieron impacto en su cuerpo.
Bienvenidos a una nueva era del Estados Unidos policial, en el que cada día más los polis se ven a sí mismos como soldados de una fuerza de ocupación en territorio enemigo, a menudo con la ayuda del arsenal del Tío Sam, y en el que incluso los delitos sin violencia son enfrentados con una fuerza aplastante y brutal.
La guerra en el umbral de su casa
El cáncer de la militarización policial lleva mucho tiempo haciendo metástasis en el cuerpo de la política. Ha estado creciendo con más y más fuerza desde la creación de los primeros grupos SWAT en los sesenta del siglo pasado para dar respuesta a una década de turbulenta mezcla de desórdenes, disturbios e insensata violencia, como el tiroteo desde la torre del reloj en Austin, Texas, protagonizado por Charles Whitman.
Aunque la existencia de las unidades SWAT no es el único indicador del aumento de la militarización de las policías estadounidenses, es el más reconocible. La proliferación de grupos SWAT en todo el país y sus tácticas paramilitares han extendido una forma violenta de orden policial diseñada para una coyuntura pero que con los años se ha convertido en lo normal. Cuando surgió el concepto SWAT en los Departamentos de Policía de Filadelfia y de Los Ángeles, fue tomado rápidamente por las policías de las grandes ciudades de todo el país. Al principio, sin embargo, las unidades de elite estaban reservadas para resolver solo situaciones muy peligrosas, como un tirador que dispara indiscriminadamente, una situación con rehenes o disturbios a gran escala.
Casi medio siglo después, eso ya no es así.
En 1984, según el libro Rise of the Warrior Cop, de Radley Balko, alrededor del 26 por ciento de las ciudades estadounidenses de entre 25.000 y 50.000 habitantes tenían unidades SWAT. Hacia 2005, ese número había superado el 80 por ciento y continuaba creciendo, a pesar de que las estadísticas referidas a los SWAT son notablemente difíciles de encontrar.
Mientras en el ámbito nacional crecía la cantidad de grupos SWAT también lo hacían las batidas de estos grupos. Hoy día, según el profesor Pete Kraska, de la Escuela de Estudios sobre Justicia de la Universidad del Este de Kentucky, cada año hay unas 50.000 operaciones SWAT en Estados Unidos. En otras palabras, cada día algún grupo SWAT asalta 137 casas y sume en el terror a sus habitantes y vecinos.
Subir la apuesta al perfil racial
En un estudio publicado recientemente, “War Comes Home”, la Unión por las Libertades Civiles ACLU (mi empleador), descubrió que cerca del 80 por ciento de las operaciones SWAT estudiadas entre 2011 y 2012 se realizaron a partir de una orden de registro.
Detengámonos aquí un momento y consideremos que estas violentas invasiones domiciliarias son utilizadas rutinariamente contra personas de las que solo se sospecha que pueden haber cometido un delito. Por lo general, las unidades paramilitares fuertemente armadas echan abajo la puerta de las casas en su búsqueda de pruebas de un posible delito. En otras palabras, los departamentos de policía eligen cada vez más una táctica que como primera opción acaba produciendo heridas personales y daños a propiedades; en ningún caso se trata de la última opción. En más del 60 por ciento de las incursiones investigadas por la ACLU, los miembros de unidades SWAT derribaron puertas en busca de la posible existencia de drogas, no para rescatar un rehén ni para responder a una ocupación violenta ni para neutralizar a un tirador peligroso.
Al mismo tiempo, al otro lado de la puerta derribada casi siempre hay negros o hispanos. En aquellos casos en que la ACLU pudo identificar la raza de las personas cuya casa fue asaltada por una unidad SWAT en busca de drogas, el 68 por ciento de las veces sus ocupantes eran de alguna minoría. Cuando se trataba de blancos, esa cifra bajaba hasta el 38 por ciento, sin que se tuviese en cuenta algo que es bien sabido: que blancos, negros e hispanos consumen drogas más o menos en las mismas proporciones. Da la impresión de que los grupos SWAT tienen una alarmante tendencia en la aplicación de sus especializadas destrezas en la población de color.
Pensad en esto como una forma de establecer perfiles raciales y de exhibir músculo en la que la humillación de detener a alguien y cachearlo ha alcanzado un nuevo y terrorífico nivel.
La militarización de lo cotidiano
Sin embargo, no penséis que la mentalidad militar y el equipo asociado con las operaciones SWAT están restringidos a esas unidades de elite. Cada día más, están penetrando en todos los aspectos de la actividad policial.
Tal como observa Kart Bickel, analista de la oficina de Servicios Policiales a la Comunidad del Departamento de Justicia, las policías de todo Estados Unidos han sido entrenadas poniendo el énfasis en la fuerza y la agresión. Él nota que el entrenamiento de las reclutas favorece un régimen basado en el estrés cuyo modelo es el del soldado de infantería en lugar del más relajado y académico que todavía emplean unos pocos departamentos de policía. El resultado de este enfoque, sugiere Bickel, es el joven oficial que cree que la labor policial es andar por ahí dando patadas en el culo a la gente en lugar de trabajar con la comunidad para hacer más seguros los barrios. O como el cómico Bill Maher le recordaba recientemente a un oficial de policía: “El rótulo en tu patrullero, ‘Protección y servicio’, se refiere a nosotros, no a ti”.
Este sesgo autoritario va en contra de lo que es el meollo de la filosofía que supuestamente domina el pensamiento estadounidense del siglo XXI: la policía comunitaria. En esta noción, el énfasis está puesto en una misión, la de “conservar la paz” mediante la creación y mantenimiento de una relación de confianza con la comunidad a la que se sirve, y dentro de ella. En el modelo comunitario, que responde a la filosofía policial oficial del gobierno de Estados Unidos, los agentes de policía son no solo protectores sino también quienes resuelven los problemas de los que se supone son objeto de sus cuidados; así es, primordialmente, como los ve su comunidad. La teoría dice que ellos no ordenan un respeto; se lo ganan. No se supone que el miedo sea su capital. La confianza, lo es.
Sin embargo, los anuncios policiales para el reclutamiento de nuevos agentes, como los de los departamentos de policía de Newport Beach (California) y de Hobbs (New Mexico) no ponen el acento en la cuestión comunitaria sino en el de la militarización como una manera de atraer a los jóvenes, con la promesa de aventuras de estilo bélico y el uso de juguetes tecnológicos de última generación. De acuerdo con estos anuncios, la labor policial no tiene nada que ver con la tranquila solución de problemas: ahí estás tú y tus muchachos derribando puertas en medio de la noche.
La influencia de los SWAT llega mucho más allá de eso. Notad la creciente adopción de uniformes de campaña para los agentes de patrulla. Bickel teme que esa vestimenta –de corte militar y casi siempre en forma de mono de color negro– los haga menos accesibles e incluso también más agresivos en su relación con los ciudadanos que supuestamente deben proteger.
Hay un modesto proyecto de la Universidad Johns Hopkins que parece confirmar esto. Se mostraron fotos a un grupo de personas; en unas se veía a policías con su uniforme tradicional y otras los mostraban con uniforme militar de campaña. La encuesta reveló que los participantes preferían mayoritariamente a los policías vestidos con su indumentaria tradicional. En un resumen de los hallazgos realizados, Buckel escribió: “Cuanto más militar era el aspecto del policía, tanto más se le asociaba con las imágenes de soldados en zonas de guerra mostradas en la televisión y alentaba la noción de una policía en el papel de fuerza de ocupación en algún barrio de una ciudad, en lugar de una protección comunitaria digna de confianza”.
¿Dónde consiguen esos juguetes tan maravillosos?
“Me pregunto si puedo meterme en algún problema si hago esto”, dice el joven a su amigo en el asiento del acompañante mientras filman el nuevo juguete de la oficina del sheriff del condado de Saginaw: un vehículo MRAP. Mientras lo filman desde atrás, su vídeo amateur tiene el estilo de la película Amanecer rojo, como si una fuerza militar de ocupación estuviese patrullando las calles del ese condado de Michigan. “Esto está a punto para los tiempos de los King Crazy, tío”, comenta uno de ellos. “¿Por qué”, replica su amigo, “nuestra ciudad consiguió aquel disco de King Bad?”.
En realidad, nada que estuviera pasando en el condado de Saginaw justificaba la utilización de un vehículo blindado capaz de resistir las balas y los artilugios explosivos que la insurgencia ha colocado regularmente en las carreteras durante las últimas guerras en las que Estados Unidos se ha implicado. Aun así, el sheriff William Federspiel temía lo peor. “Como sheriff de este condado, mi obligación es asegurar que estemos en la mejor posición posible para proteger a nuestros ciudadanos y nuestras propiedades”, le dijo a un periodista. “Debo estar preparado para algo desastroso”.
Afortunadamente para Federspiel, su paranoica preparación para el desastre no costó un dólar a su oficina. El vehículo MRAP, con un costo de 425.000 dólares, era un regalo, una cortesía del Tío Sam proveniente de alguna de nuestras lejanas guerras de contrainsurgencia. El pequeño y desagradable detalle en todo este asunto de la militarización de la policía es que los contribuyentes la están financiando a través de programas supervisados por el Pentágono, el Departamento de Seguridad Interior y el Departamento de Justicia.
Por ejemplo, el programa 1033. La Agencia Logística de Defensa (DLA, por sus siglas en inglés) podría ser una agencia opaca del Departamento de Defensa, pero por medio del programa 1033, supervisado por ella, es una de las principales responsables de la excesiva militarización policial. Empezó en 1990, cuando el Congreso autorizó al Pentágono la transferencia gratuita de material sobrante a departamentos de policía tanto federales como estatales o locales para que pudieran llevar a cabo su guerra contra las drogas. En 1997, el Congreso amplió el propósito del programa para incluir la lucha contra el terrorismo en el apartado 1033 del presupuesto de defensa. En una de las 450 páginas del texto de la ley, el Congreso sembraba la semilla de las actuales policías guerreras.
Con los años la cantidad de material militar transferido por medio de este programa ha ido creciendo astronómicamente. En 1990, el Pentágono entregó material para el cumplimiento de la ley por un valor de un millón de dólares. En 2013, esta cifra había alcanzado casi los 450 millones. Según la DLA, el total del material cedido a policías estatales y locales en el marco del programa 1033 supera los 4.300 millones de dólares.
En su informe reciente, la ACLU informa de la inquietante variedad de material militar transferido a departamentos de policía civiles en todo el país. La policía de North Little Rock, Arkansas, por ejemplo, recibió 34 rifles automáticos y semiautomáticos, dos robots que pueden manejar armas, cascos militares y un vehiculo táctico de tipo Mamba. La policía del condado de Gwinnet, Georgia, recibió 57 rifles semiautomáticos, mayormente M-16 y M-14. La patrulla de autopistas de UTA, según una investigación del Salt Lake City Tribune, consiguió un vehículo MRAP en el marco del programa 1033, y la policía de UTA, 1.230 rifles y cuatro lanzagranadas. Después de que el departamento de policía de Columbia, South Carolina, recibiera su MRAP sin estrenar de 658.000 dólares, su jefe SWAT, capitán E.M. Marsh señaló que 500 vehículos similares habían sido entregados a distintos organismos para el cumplimiento de la ley de todo el país.
Asombrosamente, la tercera parte del material repartido entre agencias policiales de todo tipo es flamante, nunca ha sido usado. Esta circunstancia plantea varias preguntas desconcertantes: ¿es que sencillamente el Pentágono está despilfarrando el dinero de los contribuyentes cuando compra material militar?, ¿o es que ha creado un mercado subvencionado en beneficio de los contratistas del rubro defensa? Sea cual sea la respuesta, el Pentágono está entregando armamento y equipo –fabricado para el uso en campañas estadounidenses de contrainsurgencia fuera de fronteras– a fuerzas policiales que patrullan las calles de nuestras ciudades, y Washington considera que esta es una política responsable. El mensaje parece bastante sorprendente: lo que es necesario para Kabul puede ser también necesario en el condado de DeKalb.
En otras palabras, la guerra contra el terror del siglo XXI se ha fusionado perfectamente con la guerra contra las drogas del siglo XX, y el resultado no podría ser más alarmante: cada día que pasa las fuerzas policiales se parecen más a un ejército de ocupación y actúan como si lo fueran.
Cómo es que los departamentos de Seguridad Interior y de Justicia están armando exageradamente las policías
Cuando los departamentos de policía están aumentando su capacidad de fuego y la agresividad de sus tácticas, el Pentágono no es el único que está en la cuestión. También están las agencias civiles.
En el curso de una investigación realizada en 2011 por los periodistas Andrew Becker y G.G. Schulz se descubrió que desde el 11-S los departamentos de policía que velan por la seguridad de uno de los países más seguros de América han gastado 34.000 millones de dólares provenientes de fondos de subvención del Departamento de Seguridad Interior (DHS, por sus siglas en inglés) para militarizarse en nombre del contraterrorismo.
Por ejemplo, en Fargo, North Dakota, la ciudad y su condado gastaron alegremente ocho millones de dólares de dinero federal, según Becker y Schulz. A pesar de que desde 2005 el promedio de asesinatos en la zona no llegaba a dos por año, todos los coches de patrulla están hoy armados con un fusil de asalto. La policía también tiene acceso a los cascos de kevlar capaces de parar las balas de armas pesadas e incluso un camión blindado cuyo costo ronda los 250.000 dólares. En Filadelfia, Pennsylvania, 1.500 agentes de calle han sido entrenados en el uso del fusil de asalto AR-15 con financiación de fondos del DHS.
Al igual que con el programa 1033, ni el DHS ni los gobiernos locales dan cuenta del uso que darán al equipo, incluyendo los chalecos antibalas y los drones. Las razones esgrimidas para solicitar estos suministros militares son invariablemente la posibilidad de ataques terroristas, tiroteos en escuelas o alguna otra aterradora eventualidad, pero lo normal es que se usen en asaltos paramilitares en busca de drogas, como señala Balko.
Aun así, el origen más asombroso de la militarización policial está en el Departamento de Justicia, la misma agencia que oficialmente se ocupa de extender el modelo comunitario de policía mediante su Oficina de Servicios Policiales Orientados a la Comunidad.
En 1988, el Congreso autorizó los programas de subvención Byrne previstos en la Ley Contra el Abuso de Drogas, que concedía fondos federales a las policías estatales y locales para que se sumaran al gobierno en su lucha contra las drogas. Según Balko, este programa de asignación de fondos dio lugar a la creación de fuerzas de tareas antinarcóticos de carácter regional y multijurisdiccional que se atiborraron de dinero federal y –con muy poca supervisión federal, estatal o local– lo gastaron para fortalecer su armamento y mejorar sus tácticas. En 2011, había 585 de estos grupos de tareas que operaban financiados con fondos Byrne.
Estos fondos, informa Balko, también incentivaron el tipo de labor policial que ha convertido la guerra contra la droga en algo tan destructivo para la sociedad estadounidense. El Departamento de Justicia reparte el dinero sobre la base de la cifra de detenciones realizadas por los agentes de policía, las propiedades confiscadas y el número de operaciones de registro realizadas; esas cosas que las fuerzas de tareas antinarcóticos hacen tan bien. “Como resultado de ello”, escribe Balko, “ahora tenemos escuadrones de polis antidrogas que andan por ahí cargados de material SWAT y que consiguen dinero si hacen más incursiones, realizan más detenciones y confiscan más bienes; además, si se pasan de la raya, gozan de inmunidad casi total.”
Independientemente de si esta militarización se debe a los incentivos federales o a decisiones tomadas en los niveles más altos de los departamentos de policía, o ambas cosas a la vez, la policía de todo el país está exageradamente armada sin apenas debate público. De hecho, cuando la ACLU solicitó documentación sobre grupos SWAT a 255 agencias para el cumplimiento de la ley, 114 se negaron a darla. Las razones para esos rechazos fueron variadas, pero incluían argumentos como que los documentos pedidos contenían “secretos comerciales” o que el costo de responder a la solicitud habría sido prohibitivo. La comunidad tiene el derecho de saber cómo hace su trabajo la policía pero, la mayor parte de las veces, los departamentos de policía piensan lo contrario.
Ser de la policía significa que nunca tendrás que decir ‘lo siento’
Con cada nueva información, está cada día más claro que la militarizada policía de Estados Unidos es una amenaza para la seguridad pública. En un país en el que cada día más los polis se ven a sí mismos como soldados que están librando una batalla, un día sí y el otro también, no hay necesidad de dar explicaciones a nadie ni tampoco de pedir disculpas cuando se comete un error grave.
Si la labor policial comunitaria se basa en la confianza mutua entre policía y población, la labor policial militarizada funciona a partir del supuesto de la “seguridad del agente” a cualquier costo y el desdén por todo aquel que vea las cosas de otra manera. El resultado es la mentalidad que se expresa así: “o nosotros o ellos”.
No hay más que preguntar a los padres de Bou Bou Phonesavanh. Alrededor de las 3 de la madrugada del 28 de mayo, el Grupo de Respuestas Especiales del condado de Habersham realizó un procedimiento derribando la puerta de una casa cerca de Cornelia, Georgia, donde estaba la familia de un sospechoso. Los agentes buscaban al hijo del dueño de casa, de quien se sospechaba que había vendido droga por un valor de 50 dólares a un informante confidencial. Pero la persona buscada ya no vivía allí.
Sin tener en cuenta la presencia evidente de niños en el lugar –juguetes desparramados por todo el jardín– un agente SWAT lanzó una granada “aturdidora” dentro de la casa, que cayó en la cuna de Bou Bou y estalló hiriendo gravemente al bebé. Cuando su consternada madre trató de socorrerle, los agentes le gritaron ordenándole que se sentara y callara, diciéndole que su niño estaba bien y solo había perdido un diente. De hecho, el pequeño había perdido la nariz, su cuerpo se había quemado gravemente y tenía una profunda herida en el pecho. Llevado urgentemente al hospital, a Bou Bou fue necesario inducirle un coma médico.
La policía dijo que todo había sido un error y que en la casa no había evidencias de la presencia de niños. “No ha habido ninguna acción malintencionada”, declaró Joel Terrell, sheriff del condado de Habersham, al periódico Atlanta Journal-Constitution. “Ha sido un terrible accidente que nunca debió haber ocurrido.” Los Phonesavanh aún están esperando un pedido de disculpas de la oficina del sheriff. “Para nuestro crío no hay nada de nada. Ni un cromo, ni un globo. Ni una llamada telefónica. Nada de nada”, dijo Alecia Phonesavanh, la madre de Bou Bou, en CNN.
Del mismo modo, Jane Castor, jefa de policía de Tampa, Florida, insiste en que la muerte de Jay Wescott durante el asalto paramilitar realizado en su casa había sido por su propia culpa. “El señor Westcott perdió la vida porque apunto con su arma cargada a los agentes de policía. Descartad absolutamente toda la cuestión de la marihuana”, dijo Castor. “Si hay un indicio de narcotrafico con uso armas –alguna persona que vende drogas, armada o con capacidad para usar un arma de fuego– la respuesta táctica será una entrada como la realizada.”
En su defensa de la operación SWAT, lo único que hizo Castor fue desechar cualquier responsabilidad en relación con la muerte de Westcott. “Mis hombres hicieron todo lo que había que hacer para llevar a cabo un registro de una manera segura”, declaró al Tampa Bay Times; es decir, “todo” menos buscar una alternativa que no fuera penetrar violentamente en la casa de un hombre que ellos sabían que temía por su vida.
En casi la mitad de los hogares estadounidenses hay un arma de fuego, señala la ACLU en su informe. Eso significa que la policía siempre tiene a mano una excusa para la utilización de unidades SWAT en operaciones de registro, cuando en realidad existen alternativas menos violentas y de menor confrontación.
En otras palabras, si la policía piensa que tú vendes drogas, más vale que te cuides. La sospecha es lo único que necesita para poner tu mundo patas arriba. Y si está equivocada, no te preocupes; el intento podría haber ido mejor.
Voces en el desierto
La militarización de la policía no debería sorprender a nadie. Hace cerca de 25 años, Hubert Williams, ex director de policía de Newark, New Jersey, y Patrick V. Murphy, ex comisionado del departamento de policía de Nueva Cork, fueron muy claros: la policía es “un barómetro de la sociedad en la que opera”. En el Estados Unidos posterior al 11-S, eso significa que las fuerzas policiales están imbuidas de la mentalidad del soldado y actúan como si estuvieran combatiendo contra la insurgencia en su propio patio trasero.
Mientras el ritmo de la militarización policial ha ido cobrando velocidad, se ha dado cierto rechazo tanto de oficiales de policía en servicio como de otros retirados que ven la tendencia actual como lo que es: la decadencia de la policía comunitaria. En Spokane, Washington, el concejal Mike Fagan, ex detective policial se expresa contra el uso de uniformes militares por parte de los agentes de policía con el argumento de que “intimidan” a los ciudadanos. En el estado de Utah, la legislatura aprobó una ley que exige que se explicite el porqué de la necesidad de un registro “sin llamar a la puerta” antes de que se haga la operación. El jefe de la policía de Salt Lake, Chris Burbank, critica la militarización policial y declaró al periódico local: “Nosotros no somos militares; de ninguna manera debemos ser vistos como un ejército invasor”. Hace pocos días, Charles Beck, oficial de alto rango en el departamento de policía de Los Ángeles, estuvo de acuerdo con la ACLU y el editorial de Los Angeles Times expresó que “los límites entre la responsabilidad municipal de hacer cumplir la ley y la tarea de las fuerzas armadas de Estados Unidos nunca deben desdibujarse”.
El antiguo jefe de policía de Seattle Norm Stamper se ha convertido en un crítico categórico de la militarización de las fuerzas policiales destacando que “la mayor parte de lo que debe hacer la policía, día tras día, requiere paciencia, diplomacia y habilidad en el trato interpersonal”. Es decir, labor policial comunitaria. Stamper es el jefe que en 1999 autorizó una respuesta policial militarizada a la movilización de protesta contra la Organización Mundial del Comercio que tuvo lugar en su ciudad (véase la película The Battle in Seattle, de Stuart Townsend). Fue una decisión de la que se arrepiente: “Mi apoyo a una solución de corte militar provocó una situación infernal”, escribió en The Nation. “Volaron piedras, botellas y papeleras. Se destrozaron escaparates, se saquearon tiendas, se provocaron incendios; las calles se llenaron de gases. Algunos policías se excedieron, dando lugar a que el conflicto se hiciera más intenso y se prolongara en el tiempo.”
Estos ex policías y oficiales encargados de hacer cumplir la ley entienden que, para tratar de encontrar una pequeña cantidad de droga, ningún oficial de policía debe derribar la puerta de una casa a las 3 de la madrugada armado con un fusil de asalto y lanzando bombas “aturdidoras”, mientras un vehículo MRAP le espera en la calle. Los contrarios a la militarización policial, sin embargo, están hoy mismo en franca minoría. Y mientras esto no cambie, los asaltos violentos de una policía paramilitar continuarán echando puertas abajo en cerca de 1.000 casas de Estados Unidos cada semana.
Una vez empezada, la guerra es muy difícil poder pararla.
* SWAT es el acrónimo de Special Weapons and Tactics (literalmente, armas y tácticas especiales); alude a una unidad de elite de un ejército o de un cuerpo policial. Sus miembros están entrenados para llevar a cabo operaciones de alto riesgo . (N. del T.)

Matthew Harwood es uno de los principales redactores y editores de la Unión por las Libertades Civiles (ACLU) de Estados Unidos y miembro regular de TomDispatch. Podéis seguirlo por Twitter en @mharwood31.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175881/

vía:
  http://rebelion.org/noticia.php?id=188726

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