domingo, 13 de abril de 2014

Sociedad: ¿Cómo escribir la historia del mundo? Ilán Semo


La versión moderna del concepto de historia universal se debe, entre otros, a Friedrich Schiller. La acuñó en su tesis doctoral (que lleva precisamente el título de ¿Qué significa la historia universal y con qué objeto se le estudia?) después de estudiar historia, antes de descubrir la vocación (literaria) que lo convertiría en uno de los artífices del Sturm und Drang de la Ilustración alemana. Se trata en rigor de una utopía: una historia que debería contener todas las historias posibles y las imposibles, las memorables y las más ocultas, las de los seres visibles y las de los invisibles, las de aquellos que nunca aparecen en la inscripción ni en los registros de la memoria, las de todos los lenguajes y todas las comunidades, las de los sueños y las pesadillas. Una suerte de historia no de la humanidad, sino de la infinita diversidad de los seres humanos.
El positivismo historiográfico de la segunda mitad del siglo XIX se encargó de degradar esta prolífica idea: la redujo a un relato que hacía desembocar el túnel del tiempo humano en la inevitable historia de Occidente. Toda la cartografía del pasado devino una suerte de astrolabio que medía la distancia o la lejanía que separaba a cada cultura de lo que en aquel entonces ya se enunciaba bajo el término de valores occidentales (libertad, derecho, racionalidad, etcétera). Ni siquiera la escuela de los Annales en Francia, que fijó a la singularidad de la duración de cada presencia en el pasado como un primer elemento de diversidad irreductible, logró evadir el síndrome de la historia total (una totalidad dominada por los paradigmas de la cultura occidental). Esa visión omnisciente devino pronto un obtuso y pasajero espejismo.
El primer golpe contra la universalidad de Occidente lo asestó probablemente la Segunda Guerra Mundial. En el catálogo de los valores universales no cabían, por supuesto, ni el campo de concentración ni el Gulag. Esas delirantes máquinas de la muerte mostraron que ahí donde se aclamaba a la civilización como el origen de todo horizonte de expectativas, en realidad existía un subsuelo cargado de una violencia indecible.
El segundo golpe lo anunció no un acontecimiento sino un libro o, digamos, un libro-acontecimiento: Las palabras y las cosas de Michel Foucault. En sus páginas, escritas en los años 60, se entreveía que ese concepto de Hombre (con H mayúscula) sobre el que Schiller había erigido la utopía de su historia universal estaba muriendo. En su lugar aparecerían los seres humanos, la multiplicidad, las culturas irreductibles, la explosión de los géneros: el devenir de lo singular como punto de partida de cualquier escritura de la historia que pretendiera fijar la gramática del acontecimiento.
El retorno del liberalismo después de 1989 no sólo no logró hacer frente al desafío del principio de la diversidad, sino que exacerbó su negación. La razón es sencilla y compleja a la vez: en la tradición liberal, finalmente otra teología política, la multiplicidad es impensable, porque todo enunciado sobre el sujeto/los sujetos se reduce a lo que proporciona el mercado. Es decir, la fantasmagoría de lo universal.
Sea como sea, el principio de universalidad que rigió a la escritura de la historia a lo largo de los siglos XIX y XX se ha desplomado. ¿Qué sigue entonces?
En uno de sus números más recientes, la revista Esprit ha dedicado un volumen (diciembre de 2013) a la pregunta ¿cómo concebir la historia del mundo?, seguida de una afirmación que marca ese desplome. Un melancólico: Cuando Europa ya no cuenta con el monopolio de la historia. Todas sus reflexiones apuntan en una dirección: dejar atrás esa narrativa que hacía de Occidente el centro de cualquier relación entre pasado y futuro para desplazarla por una nueva historia global. Una historia basada ya no en la geografía, sino en el acontecimiento; no en los valores, sino en el devenir de los conceptos: no en las esquemáticas divisiones entre Oriente y Occidente, entre norte y sur, sino en la circulación y la diseminación de los conocimientos y los reconocimientos; una historia sin centro, basada en la empatía y la correspondencia impredecibles, y no en cualquier augurio de predestinación. El volumen es realmente audaz, original y, sobre todo, loable: un intento por reconfigurar las visiones del pasado a un presente cuyo futuro es una incógnita.


vía:
 http://www.jornada.unam.mx/2014/04/12/opinion/019a2pol

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