sábado, 19 de mayo de 2012

Chile: Niños desechables...Por Alejandra Matus

Todos los días viajo desde Lonquén a Santiago y en el trayecto de ida y vuelta cuento los perros muertos a la orilla del camino. Nunca menos de seis al día. Es curiosa la indiferencia a esa muerte cotidiana, en un país en que los perros gozan de un estatus similar al que tienen las vacas en la India y donde cualquier asomo de control de la población canina callejera se enfrenta con la férrea oposición de segmentos importantes de la población.
Algo similar ocurre con los niños y niñas de Chile. En el ámbito discursivo, pocos dudarían en ponerlos en el centro de las preocupaciones. Se trabaja y se lucha por ellos. Hay quienes incluso creen que deben ser protegidos desde el momento mismo de la concepción y no hace mucho una parlamentaria planteó que las mujeres apenas prestamos el cuerpo para engendrarlos.
Y, sin embargo, pareciera que después de nacidos, dejan de importarnos. Como esos perros callejeros que enfermos y escuálidos se convierten en el alimento diario de nuestros vehículos, miles de niños y niñas chilenos se crían al margen de nuestro progreso, son víctimas de nuestra violencia y espantosa desigualdad, crecen en instituciones fiscales, llenan nuestras cárceles, trafican la droga que consumimos y mueren a temprana edad sin que les prestemos mayor atención.
Hace pocos meses publiqué un reportaje titulado “Violencia policial contra niños”, sobre casos de tortura contra niños y adolescentes que en cuarteles policiales son cotidiana y duramente golpeados, a quienes se les hunde la cabeza en la taza del baño, se les priva del sueño, se les mantiene amarrados durante horas. Los testimonios de tres muchachos entrevistados como ejemplo, no se distanciaban demasiado de los relatos de los prisioneros en Abu Ghraib. Me preocupé especialmente de obtener el máximo respaldo posible para la historia, pensando, tal vez con cierta ingenuidad, que la reacción de los lectores sería de incredulidad.
Sin embargo, no fue así. Los comentarios al reportaje no pusieron en duda la existencia de estas prácticas, sino que giraron en torno a si eran legítimas o no, porque las víctimas eran niños y adolescentes sospechosos o autores de delitos. No fueron pocos los lectores que justificaron los maltratos en virtud de su condición de “delincuentes” y de vidas “irrecuperables”.
Distintas organizaciones lanzan cada cierto tiempo cifras que se ahogan en el tráfago de noticias diarias. Que la violencia hacia los niños aumentó en las familias chilenas, que los adolescentes y jóvenes son los principales autores de los homicidios cometidos en Chile, que, a su vez, el homicidio es la segunda causa de muerte en ese segmento y que la primera son los accidentes de tránsito. Que, independientemente de su grupo socioeconómico, los y las jóvenes declaran haber sentido que un adulto se les acercaba demasiado. Que los índices de suicidio son altos entre ellos. Que una importante proporción de jóvenes chilenos ni trabaja ni estudia. Que entre los jóvenes que están acusados de delitos campea el abandono, la pobreza, la deserción escolar, el consumo de droga. Que no conocen el mar.
Probablemente es imposible pensar en una sociedad donde ninguno de estos problemas exista. Sin embargo, en un país donde tanto alarde se hace respecto del derecho a la vida y su supremacía, es sorprendente que desde que Chile ratificó la Convención sobre Derechos del Niño, hace 22 años, aún no cumpla su promesa de adecuar su legislación para protegerlos de la violencia, abandono y abusos y para darles igual acceso a la educación, a las oportunidades y a los bienes de la sociedad.
En Chile existe la ley de protección al consumidor, pero todavía no se ha dictado la ley de Protección de la Infancia. Lamentablemente en esta materia, los esfuerzos individuales sirven de poco. En uno de mis viajes al centro, detuve el auto para evitar atropellar a un cachorro que se había cruzado en la vía. Me bajé, tomé su cuerpo tibio y lo dejé a salvo, a la orilla del camino. Cuando miré por el espejo retrovisor, lo vi regresar a la calle. El camión que venía detrás mío le pasó por encima. El estremecimiento e impotencia que sentí por la inutilidad de mi gesto es similar a la que sentí cuando escribí el reportaje sobre los niños torturados o ahora mismo, al terminar esta columna, consciente de la indiferencia colectiva que sentimos por ellos.
Por Alejandra Matus
Periodista, Master en Administración Pública, Universidad de Harvard.
El Ciudadano Nº123, segunda quincena abril 2012

 http://www.elciudadano.cl/2012/05/15/52729/ninos-desechables/

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