Todos los días viajo desde Lonquén a Santiago y
en el trayecto de ida y vuelta cuento los perros muertos a la orilla
del camino. Nunca menos de seis al día. Es curiosa la indiferencia a esa
muerte cotidiana, en un país en que los perros gozan de un estatus
similar al que tienen las vacas en la India y donde
cualquier asomo de control de la población canina callejera se enfrenta
con la férrea oposición de segmentos importantes de la población.
Algo similar ocurre con los niños y niñas de Chile.
En el ámbito discursivo, pocos dudarían en ponerlos en el centro de las
preocupaciones. Se trabaja y se lucha por ellos. Hay quienes incluso
creen que deben ser protegidos desde el momento mismo de la concepción y
no hace mucho una parlamentaria planteó que las mujeres apenas
prestamos el cuerpo para engendrarlos.
Y,
sin embargo, pareciera que después de nacidos, dejan de importarnos.
Como esos perros callejeros que enfermos y escuálidos se convierten en
el alimento diario de nuestros vehículos, miles de niños y niñas
chilenos se crían al margen de nuestro progreso, son víctimas de nuestra
violencia y espantosa desigualdad, crecen en instituciones fiscales,
llenan nuestras cárceles, trafican la droga que consumimos y mueren a
temprana edad sin que les prestemos mayor atención.
Hace
pocos meses publiqué un reportaje titulado “Violencia policial contra
niños”, sobre casos de tortura contra niños y adolescentes que en
cuarteles policiales son cotidiana y duramente golpeados, a quienes se
les hunde la cabeza en la taza del baño, se les priva del sueño, se les
mantiene amarrados durante horas. Los testimonios de tres muchachos
entrevistados como ejemplo, no se distanciaban demasiado de los relatos
de los prisioneros en Abu Ghraib. Me preocupé
especialmente de obtener el máximo respaldo posible para la historia,
pensando, tal vez con cierta ingenuidad, que la reacción de los lectores
sería de incredulidad.
Sin embargo,
no fue así. Los comentarios al reportaje no pusieron en duda la
existencia de estas prácticas, sino que giraron en torno a si eran
legítimas o no, porque las víctimas eran niños y adolescentes
sospechosos o autores de delitos. No fueron pocos los lectores que
justificaron los maltratos en virtud de su condición de “delincuentes” y
de vidas “irrecuperables”.
Distintas
organizaciones lanzan cada cierto tiempo cifras que se ahogan en el
tráfago de noticias diarias. Que la violencia hacia los niños aumentó en
las familias chilenas, que los adolescentes y jóvenes son los
principales autores de los homicidios cometidos en Chile, que, a su vez,
el homicidio es la segunda causa de muerte en ese segmento y que la
primera son los accidentes de tránsito. Que, independientemente de su
grupo socioeconómico, los y las jóvenes declaran haber sentido que un
adulto se les acercaba demasiado. Que los índices de suicidio son altos
entre ellos. Que una importante proporción de jóvenes chilenos ni
trabaja ni estudia. Que entre los jóvenes que están acusados de delitos
campea el abandono, la pobreza, la deserción escolar, el consumo de
droga. Que no conocen el mar.
Probablemente
es imposible pensar en una sociedad donde ninguno de estos problemas
exista. Sin embargo, en un país donde tanto alarde se hace respecto del
derecho a la vida y su supremacía, es sorprendente que desde que Chile
ratificó la Convención sobre Derechos del Niño, hace 22
años, aún no cumpla su promesa de adecuar su legislación para
protegerlos de la violencia, abandono y abusos y para darles igual
acceso a la educación, a las oportunidades y a los bienes de la
sociedad.
En Chile existe la ley de
protección al consumidor, pero todavía no se ha dictado la ley de
Protección de la Infancia. Lamentablemente en esta materia, los
esfuerzos individuales sirven de poco. En uno de mis viajes al centro,
detuve el auto para evitar atropellar a un cachorro que se había cruzado
en la vía. Me bajé, tomé su cuerpo tibio y lo dejé a salvo, a la orilla
del camino. Cuando miré por el espejo retrovisor, lo vi regresar a la
calle. El camión que venía detrás mío le pasó por encima. El
estremecimiento e impotencia que sentí por la inutilidad de mi gesto es
similar a la que sentí cuando escribí el reportaje sobre los niños
torturados o ahora mismo, al terminar esta columna, consciente de la
indiferencia colectiva que sentimos por ellos.
Por Alejandra Matus
Periodista, Master en Administración Pública, Universidad de Harvard.
El Ciudadano Nº123, segunda quincena abril 2012
http://www.elciudadano.cl/2012/05/15/52729/ninos-desechables/
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