foto: XIMENA BEDREGAL |
Alberto Acosta
La violencia configura un elemento consustancial del
extractivismo, modelo bio-depredador por excelencia. Hay violencia
desatada por el Estado a favor de los intereses de las empresas,
sobre todo transnacionales. Violencia camuflada como acciones
de sacrificio indispensable de unos pocos para asegurar el bienestar
de la colectividad, independientemente de la orientación ideológica
de los gobiernos. Basta ver la represión en Yukumo, Bolivia, por
defender el TIPNIS, o la del gobierno de Alan García en la Amazonía
peruana en junio del 2009, o la que se produjo en Dayuma, en la
región amazónica ecuatoriana, a fines del 2007. Hay incluso una
violencia simbólica infiltrada en sociedades que han asumido el
extractivismo como algo inevitable.
Las actividades extractivistas generan graves tensiones sociales
donde se realiza la explotación. Sus impactos provocan división de
comunidades, peleas entre ellas y dentro de las familias, violencia
intrafamiliar, violación de derechos comunitarios y humanos, delincuencia,
inseguridad, tráfico de tierras. Las tensiones sociales en las
regiones crecen a través de otras formas perversas de dominación
cuando, por ejemplo, se conforman empresas en las que participan
grupos indígenas para explotar recursos naturales no renovables en
zonas conflictivas, como en el Bloque Armadillo en Ecuador donde
está prohibido extraer petróleo por la presencia de pueblos en aislamiento
voluntario.
La violencia aflora cuando los gobiernos, incluso los considerados
progresistas, criminalizan la protesta popular contra de las actividades
extractivistas con el fin de garantizarlas para reducir la
pobreza, como justifica el mensaje oficial. Tampoco han faltado
guerras civiles, hasta guerras abiertas entre países o agresión imperial
por potencias empeñadas en asegurarse los recursos naturales.
Estos ingresos han permitido Estados paternalistas y autoritarios,
cuya capacidad de incidencia está atada a la capacidad política de gestionar
mayor participación de la renta minera o petrolera, así como a
su capacidad de imponer nuevos proyectos extractivistas supuestamente
indispensables para encarar la pobreza y desarrollar la economía;
proyectos que, de conformidad con la propaganda oficial, hasta servirían
para proteger el ambiente.
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Se ha configurado una estructura y una dinámica política no sólo
violenta y autoritaria, sino voraz. Ante la ausencia de un acuerdo
nacional para manejar estos recursos, sin instituciones democráticas
sólidas, aparecen grupos de poder desesperados por una tajada. Esto
debilita la gobernabilidad democrática, en tanto establece o facilita
la permanencia de gobiernos autoritarios y empresas voraces.
Los altos ingresos le permiten al gobierno prevenir grupos y fracciones
de poder independientes en condiciones de demandar derechos políticos y de desplazarlos democráticamente.
El gobierno asigna cuantiosas
sumas para reforzar sus controles
internos, incluyendo la represión.
Una gran paradoja: países muy
ricos en recursos naturales, incluso
con importantes ingresos financieros,
siguen siendo pobres. Han apostado
por la extracción de esa riqueza
natural para el mercado mundial,
marginando otras formas de creación
de valor sustentadas más en el
esfuerzo humano que en la generosidad
de la Naturaleza.
Hace pocos años se inauguró una
nueva etapa en América Latina.
Gobiernos progresistas, desligados
de los mandatos del FMI y el Banco
Mundial, empezaron a revertir la
tendencia neoliberal. Sin embargo,
este empeño no afecta (aún) la esencia
extractivista. Los países con
posiciones antiimperialistas, al mantener
modelos que los atan a los intereses
económicos de los países centrales,
no logran su independencia.
Hay avances en la defensa del
interés nacional y la consecuente
acción estatal para reducir la
pobreza. Han aumentado las regulaciones
y normas estatales. Se han fortalecido empresas estatales. Y
desde una postura nacionalista se procura una mayor tajada de la renta
petrolera o minera. Parte significativa de esos recursos, a diferencia
de lo que sucedía en años anteriores, financia importantes programas
sociales. Estos Es tados enfrentan activa y directamente la pobreza.
Eso no cambia la modalidad de acumulación primario-exportadora.
La subordinación a la lógica global de acumulación del capital se
mantiene inalterada. El control de las exportaciones nacionales sigue
en manos del capital transnacional.
Perversamente, muchas em presas estatales de estas economías
parecerían programadas para reaccionar exclusivamente ante impulsos
foráneos con lógicas parecidas o peores a las de las transnacionales.
Igualmente contradictorio es que estos gobiernos, supeditados por los
intereses geopolíticos transnacionales de las viejas y nuevas hegemonías
como China y Brasil, continúen desarrollando proyectos de integración
al mercado mundial impulsados por las fuerzas de dominación
del sistema-mundo capitalista, como la Iniciativa para la Integración
de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA).
Gracias al petróleo o a la minería, los gobernantes progresistas
logran consolidarse en el poder y desplegar renovadas acciones estatales
para enfrentar la pobreza. No esperan a que se reduzca algún día
por efecto del crecimiento económico. Enten dieron que no funciona
esa teoría neoliberal. Del Estado mínimo del neoliberalismo, se intenta
reconstruir y ampliarlo para liderar el proceso de desarrollo, y no
dejarlo atado al mercado. La mentablemente, no se alteran las bases
estructurales de la modalidad extractivista.
Si bien se ha conseguido reducir la pobreza, las diferencias e
inequidades se mantienen. Los segmentos empresariales no dejan de
obtener cuantiosas utilidades aprovechando este renovado desarrollismo.
Como en épocas pretéritas, el grueso del beneficio de esta orientación
económica va a las economías ricas, importadoras de
Naturaleza, que sacan un provecho mayor procesándola y comercializándola.
Mientras, los países exportadores de bienes primarios, que
reciben una mínima participación de la renta, cargan con los pasivos
ambientales y sociales que ocultan procesos en extremo violentos que
implican una masiva y sistemática agresión a la Madre Tierra y las
comunidades.
Superar esas aberraciones coloniales y neocoloniales es el reto.
Construir el Buen Vivir constituye un paso cualitativo para disolver
el tradicional concepto del progreso en su deriva productivista y del
desarrollo en su visión mecanicista de crecimiento económico. El
Buen Vivir propone una visión mucho más rica en contenidos, y
más compleja. Para lograrlo, es indispensable salir de la trampa del
extractivismo.
Loja, Ecuador,
30 de septiembre
30 de septiembre
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/12/oja-violencia.html
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/12/oja-violencia.html
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