lunes, 21 de noviembre de 2011

Mèxico : Metáforas de una guerra imperfecta ...por Gustavo Ogarrio

Metáforas de una guerra imperfecta
Gustavo Ogarrio
Quizás ya es hora de abandonar cierta visión ingenua sobre el uso político del relato y de la memoria. El poder del Estado moderno no sólo oculta, no sólo engaña, no sólo produce su discurso en el marco de una semiótica de la violencia que obstaculiza los relatos y la interpretación política de las víctimas de la violencia estatal, no es únicamente ese permanente oleaje de la enajenación de la conciencia que conduce a la erosión estructural de la memoria, también se muestra en toda su transparencia enunciativa cuando nos cuenta las historias con las que quiere imponer los límites entre lo dicho y lo actuado.
Hay quienes gustan de estabilizar los temas que le interesa gestionar al Estado, o al menos de volverlos “positivos”. Sin embargo, también hay quienes gustan de interpretar críticamente la caracterización despótica y autoritaria del Estado moderno, los usos de un lenguaje estatalizado, amnésico, que para imponerse nos cuenta historias y olvidos en diferentes claves, historias que son parte de ese engranaje de legitimización de la violencia.
La violencia de los últimos años en México nos obliga a hacer una mínima afirmación: no vivimos más bajo la utopía de una transición democrática. Al menos, la retórica de la transición a la democracia ha dejado de ser la clave para entender las historias, los discursos y silencios que se producen en torno a la definición del sistema político mexicano. Podemos afirmar que hemos abandonado la semántica de la transición a la democracia para internarnos en cierta narrativa bélica que es estimulada principalmente desde el Estado mexicano. Se experimentó un giro en el que el poder mismo del Estado cambiaba de lenguaje, de metáforas impuestas para darle sentido y verosimilitud a su permanente situación de excepcionalidad, sobre todo a partir del año 2006. Nos referimos a la emergencia de un lenguaje abiertamente militarizado que está marcando muchos de los límites para referirse a la nueva situación política y cultural en nuestro país.
Este lenguaje que se empieza a configurar en este nuevo ciclo de reorganización de las funciones del Estado, de orientación policíaca y militar de los gobiernos de la alternancia, terminó por constituirse en toda una narrativa que fue imponiendo sus propias metáforas, símiles y estrategias discursivas. Ningún tipo de violencia de Estado se impone sin una dimensión narrativa, la dominación política de los Estados nacionales está articulada a una dimensión discursiva y simbólica en la que se juegan los diferentes modos de aceptación social de la violencia.
La retórica de la transición a la democracia fue desplazada por una semántica de la guerra que suspendió la necesidad de una transformación democrática del sistema político mexicano en nombre de una supuesta ofensiva interna contra el crimen organizado.
¿Cuáles son las palabras, nociones, conceptos y metáforas con las que el Estado mexicano narra actualmente su brutal puesta en escena de la “guerra contra el crimen organizado”? ¿Quién construye narrativamente este conflicto? ¿Es posible hablar de un sujeto narrativo como el Estado sin perder de vista la complejidad de su perspectiva ideológica?
“No habrá tregua ni cuartel”: de la transición a la democracia a la excepcionalidad del Estado mexicano
“Esta es una guerra, y tengan la seguridad de que vamos a ganar”, con estas palabras comenzaba el actual sexenio, era el 11 de diciembre de 2006. Independientemente de la negación posterior del mismo Felipe Calderón sobre su propia enunciación inicial de la “guerra”, estas palabras significaban la aparición de un lenguaje cargado de figuras bélicas, que abiertamente desplazaban a las perspectivas sobre la transición a la democracia en México y que, hasta ese momento, ocupaban todavía un lugar estelar en las formas discursivas a través de las cuales se hablaba del poder político, ya sea para estabilizarlo, interpretarlo o para ejercer su crítica.
“En esta guerra contra la delincuencia, contra los enemigos de México, no habrá tregua ni cuartel”, afirmaba otra vez Calderón el 12 de septiembre de 2008. Esta declaración no era un simple gesto de continuidad de esta narrativa bélica. Los “enemigos de México” ya funcionaban como la figura ambigua para sostener la idea de la guerra como algo permanente, casi infinita al no contar con objetivos ni adversarios precisos, al moralizar el conflicto y al desentenderse de la relación estructural entre crimen organizado, sociedad, Estado y mercado.
Sin embargo, este lenguaje es más que una simple construcción retórica o una manera de enfrentar la crisis de legitimidad del Estado mexicano en su proceso de transformación política de la última década. Estaríamos también ante una manera de narrar la secuencia de hechos, acciones y consecuencias de un Estado que, en su ciclo más agresivo y conservador, pasó de la retórica del “libre mercado”, con la que entendía y practicaba la transición a la democracia, a la abierta defensa militar, interna, de su ideología.
También se ha postulado que este lenguaje bélico, con el cual el Estado mexicano cancelaba su fallida transición a la democracia, fue en buena medida una construcción discursiva de los medios de comunicación. Sin embargo, es necesario profundizar en el uso narrativo de esta noción de “guerra”: más que un enfrentamiento declarado y exacerbado del conflicto, esta guerra sin adversario preciso (me refiero a la ausencia de una fuerza estatal identificada como adversaria, con un ejército regular y reconocido como beligerante), provino de la decisión política de transformar el enfoque sobre un conflicto cierto, pero hasta 2006 entendido como parte de la normalidad corrupta del Estado mexicano, el narcotráfico y el crimen organizado, en un asunto de legitimidad que cohesionaría al Estado y a la sociedad en función del “enemigo común” e indeterminado. Si bien en muchos medios de comunicación era posible identificar fácilmente una tendencia de interpretación que estaba convencida de la obligatoriedad y viabilidad de la guerra, también es una certeza que en los últimos meses se ha agotado la aceptación de esta narrativa bélica. Estabilizado también con toda la fuerza política y discursiva de los medios de comunicación dominantes, sobre todo el de las grandes televisoras, el Estado mexicano mantuvo y amplió este lenguaje de guerra, su declaración inicial se volvió un programa de legitimidad política e hizo funcional la crisis que había dejado la elección presidencial de 2006: mientras existiera esta concepción maniquea del crimen organizado, una lucha entre buenos y malos, la situación de excepcionalidad se mantendría con las funciones discursivas de su narrativa bélica.
Este lenguaje bélico se articuló desde sus inicios mediante un “Parte de Guerra” mediático; consideraciones que documentaban vagamente las acciones militares y que, al mismo tiempo, iban perfilando una definición coyuntural y móvil del “adversario”. Recordemos que, en esta guerra, el enemigo desde el principio fue indeterminado, descrito como una esencia moral maligna, en un lenguaje tan estridente como ambiguo, similar al que se utilizó en las “guerras de baja intensidad” en América Latina y con la que dictaduras y gobiernos autoritarios actuaron militarmente contra sus adversarios políticos y contra la sociedad.
En México, este lenguaje, impreciso en la generalización pero con enfoques políticos puntuales, se utilizó para estigmatizar movimientos sociales y sirvió para justificar la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Este Parte de Guerra mediático cumple también con la función de normalizar el conflicto, de presentarlo como necesario y hasta exigible, irrenunciable y obligatorio, patriótico y como una epopeya degradada, además de que controla el efecto dramático de sus consecuencias y difunde la idea del triunfo permanente sobre los adversarios. Pero el Parte de Guerra, al concentrarse esencialmente en la descripción básica y fragmentaria de la aniquilación del “adversario”, normaliza la avanzada militar y no registra las “bajas” civiles. Al enaltecer la captura y la muerte de los enemigos, cumple la función de no hablar de aquellos caídos “ajenos al conflicto”. Las víctimas no existen, existen los adversarios capturados o aniquilados. Así, la excepcionalidad actual del Estado mexicano, su argumentación bélica, no reconocería jamás que esta violencia, aparentemente legítima, estaría atentando aleatoriamente contra la sociedad. En la represión y el exterminio sistematizado que organizó la última dictadura en Argentina, por ejemplo, el carácter aleatorio del exterminio se impuso como una manera de difundir el terror y de amedrentar cualquier oposición al régimen. En el caso actual de México, este rasgo aleatorio, que se expresa en la idea de que cualquiera puede morir en el “fuego cruzado”, puede ser entendido como el primer gesto de un Estado que ha decidido llevar la guerra en contra de la sociedad misma, no de manera abierta pero sí como consecuencia normalizada del conflicto.
Sin embargo, en los últimos meses, esta estrategia de aceptación y normalización del conflicto a través del Parte de Guerra ya no puede considerarse totalmente como un informe sobre las batallas ganadas, sino como expresión de un círculo vicioso estructural, en el que el crimen organizado es la cabeza de la hidra: un monstruo de siete cabezas que, al ser cortadas, renacen.
La noción de “daño colateral” se impuso como un eufemismo desde que se instauró esta narrativa bélica. Fue una advertencia de la cual ni siquiera se imaginaba su creciente realidad, crueldad y deshumanización; así como una manera de suavizar los efectos de la guerra. Fue un modo de ocultar anticipadamente la narrativa de las víctimas, de restarle fuerza a los testimonios futuros sobre el terror del fuego cruzado o de la agresión generalizada contra la sociedad. Incluso, fue estimado por el mismo Estado como un “daño menor”.
Si en el Parte de Guerra se consideran únicamente como hechos narrables la captura y la aniquilación del adversario, el daño colateral, considerado como una consecuencia “natural” de la guerra, significaría también el costo mínimo de la cruzada militar, se establece como la referencia básica para advertir, en un lenguaje indirecto, sobre los efectos contra la sociedad que producirían tanto el Estado como los “enemigos de México”.
La noción de daño colateral, que se refiere al daño “no intencional” o “accidental” que se produce en una ofensiva militar contra construcciones, equipos o personal, fue usado por primera vez, en su versión contemporánea, en la guerra de Vietnam por el ejército de Estados Unidos. Posteriormente, en la primera ofensiva de Estados Unidos contra Irak, otra vez se utilizó para describir una parcela no central de esta guerra, ya que el objetivo era la intervención militar de una coalición internacional para obligar a Irak a desocupar Kuwait. La noción de daño colateral cumplió con la función de una metáfora negacionista, de una analogía que identificaba con un término más amable una acción de guerra, que sustituía el terror de los bombardeos y del ataque masificado contra población civil por una expresión menos cargada de referencias bélicas o de consecuencias como el dolor, el sufrimiento o la muerte. Un efecto necesario en el que el daño colateral representaba el costo mínimo que tenía que pagar Irak por haber invadido Kuwait.
En el caso de México, la metáfora negacionista de daño colateral se impuso en el lenguaje de una guerra imperfecta. Una guerra sin adversario, una guerra interna que en la indeterminación del enemigo simplemente transmitía que los protagonistas que definían las relaciones de fuerza eran desconocidos.
Además, esta metáfora representaba la imposibilidad de una irrupción discursiva de las víctimas en cuanto tales. La muerte, las heridas de civiles, los daños que producían víctimas, entendidas bajo la noción de “daños colaterales”, eran anuladas en su consideración como sujetos de testimonio y de una política de reconsideración de los efectos de la “guerra”. El daño colateral de guerra guarda una relación inferior de jerarquía respecto a los motivos centrales del conflicto, siempre será infinitamente menor a las razones aparentemente humanizadas del objetivo principal de la guerra: aniquilar al adversario, al criminal, al enemigo del país.
Sin embargo, toda la crueldad y el dramatismo de lo que vendría en esta guerra imperfecta ya estaba latente en la metáfora del “daño colateral” que se anunciaba en 2006. Era una manera velada de decirnos: habrá muerte, dolor, aniquilación aleatoria; hombres, mujeres, niños, jóvenes, ancianos, todas y todos están aludidos secretamente en la metáfora, todos cargan ya su anuncio de muerte violenta en la medida en que el daño colateral es posibilidad incierta para toda la población.
Volviendo al caso de la dictadura en Argentina que se inició en 1976 y que terminó en 1983, el lenguaje que los militares utilizaron para describir su “guerra interna” tuvo como matriz una metáfora médica. Así lo expresa Ricardo Piglia:
En la época de la dictadura militar una de las historias que se construían era un relato que podemos llamar quirúrgico, un relato que trabajaba sobre los cuerpos. Los militares manejaban una metáfora médica para definir su función. Ocultaban todo lo que estaba sucediendo, obviamente, pero, al mismo tiempo, lo decían, enmascarado, con un relato sobre la cura y la enfermedad. Hablaban de la Argentina como un cuerpo enfermo, que tenía un tumor, una suerte de cáncer que proliferaba, que era la subversión, y la función de los militares era operar, ellos funcionaban de un modo aséptico, como médicos, más allá del bien y del mal, obedeciendo a las necesidades de la ciencia que exige desgarrar y mutilar para salvar… eran los técnicos que estaban allí para curar, y por otro lado la idea de que era necesaria una operación dolorosa, sin anestesia. Era necesario operar sin anestesia, como decía el general Videla.
En el caso mexicano, esta narrativa bélica estaría cumpliendo también con una función precisa en el ciclo de transformación política actual: afirma el carácter y la continuidad despótica del Estado moderno, es decir, estimula los resortes de un tipo de dominación que, ante una crisis de apertura y de reconocimiento de la pluralidad, canceló un ciclo de democratización y echó a andar una época de excepcionalidad militar. Una crisis cuya orientación terminó por imponerle un límite al alcance del cambio democrático y que, ahora lo sabemos, conservó casi intactas o refuncionalizadas las viejas estructuras de poder. La corrupción, la paulatina erosión de las responsabilidades sociales del Estado, la implementación de una relación de libre mercado que más bien se transformó en una profundización de las desigualdades económicas y sociales, así como la inminente posibilidad de una restauración tripartidista del Antiguo Régimen, nos advierten sobre la continuidad despótica y autoritaria que se inoculó en la transición a la democracia en México.
La imposible vuelta a la transición o los futuros de la memoria inmediata
Contrario a algunas especulaciones y utopías que ven como estrictamente necesario volver al ciclo de la retórica transicionista, un retorno a ese momento en el que se suspendió el proceso de transición a la democracia, creemos que es imposible una vuelta de tal magnitud. Es imposible y no sabemos, incluso, si es deseable. No es posible desvincular la situación actual de la forma en que la transición mexicana se llevó a cabo, de tal manera que la frágil institucionalidad de nuestro sistema político es quizás una de las razones que nos han llevado a esta guerra de consecuencias reales y de metáforas negacionistas.
Quizás tendremos que inventar una ruta distinta con lo que tenemos a la vista. Es necesario hacerse cargo de los efectos y consecuencias de esta guerra cargada de fuerzas ficticias, quizás como toda guerra, lo que hace imposible el retorno a un tipo de democratización que en realidad estaría queriendo olvidar y negar este ciclo de violencia.
Por el contrario, es urgente atender esta irrupción testimonial sobre la violencia que se ha abierto en los últimos meses. Es seguro que las víctimas y los familiares de las víctimas de la violencia están abriendo una memoria inmediata que paulatinamente está modificando la percepción dominante sobre esta guerra y sus metáforas negacionistas, sus nociones y estrategias discursivas. Tendremos que empezar a imaginar cómo fue este pasado inmediato y cómo activar los mecanismos básicos de la memoria: la evocación, la reminiscencia, el relato testimonial. Pero tendremos que hacer un uso no ingenuo o acrítico de ellos que reduzca la memoria a una función meramente discursiva o de exaltación del dolor.
Esta memoria seguramente tendrá varios usos y obstáculos. Su primera función es quizás judicial e histórica: exigir justicia y al mismo tiempo registrar una versión alternativa a la narrativa del Estado mexicano. No sólo evitar el olvido, en la medida en que éste se puede evitar y en su comprensión como parte fundamental en la dialéctica misma de la memoria, sino también sentar las bases de una memoria explicativa, que nos obligue a interpretar políticamente este dolor para transformarlo en una resistencia al determinismo de guerra que nos impone el Estado, con sus narrativas bélicas y su acción militar de efecto aleatorio y exterminador. No se advierte quizás otra manera de “recordar” lo que podrá ser un futuro en el que el Estado y la sociedad se desmilitaricen, ni tampoco de imaginar lo que ha sido este pasado inmediato, cargado de un terror todavía no interpretado.
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Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/20/sem-gustavo.html

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