Cuando la ciencia deja de ser ciencia y hace concesiones a
los valores morales tradicionales, los tabús sexuales, las doctrinas religiosas
y los linchamientos sociales, nos acercamos rápidamente al borde del abismo.
¿Puede haber mala ciencia? Sí, claro: toda aquella que abandona el método científico
para satisfacer los prejuicios, miedos, manías y deseos de determinados
grupos sociales, políticos o religiosos. Ya te conté en Psiquiatría Delirante
cómo la mala ciencia se usó para justificar y potenciar la esclavitud,
el racismo, el colonialismo salvaje, la lobotomía, los abusos
farmacológicos, el Ku Klux Klan y hasta el genocidio nazi; es que esto
de la psiquiatría, la psicología y la neurología (y la antropología),
por lo que tienen de estudio íntimo del ser humano, da mucho juego para
hacer el animal en cuanto se salen del más estricto método científico.
Hoy hablaremos de otra tendencia que ha gozado de diversas épocas de
popularidad a lo largo de los últimos doscientos años: la reparación del personal sexualmente desviado o, si tal cosa no era posible, la supresión de su peligrosidad social; una de cuyas víctimas más notorias fue –naturalmente– Alan Turing, el padre de la informática moderna.los valores morales tradicionales, los tabús sexuales, las doctrinas religiosas
y los linchamientos sociales, nos acercamos rápidamente al borde del abismo.
Sexualidades alternativas.
Este asunto de los gustos sexuales más allá del metesaca reproductivo básico ha sido materia delicada en todas las sociedades que ha creado la Humanidad; y su percepción y tratamiento, también. Para empezar, cada sociedad y tiempo ha tenido sus tabúes sexuales, con frecuencia distintos e incluso contradictorios. Los romanos, que tan exagerados eran en algunas cosas, sentían un profundo desprecio por algo tan normalito como el sexo oral: la irrumatio estaba sujeta a burla y ridículo, y la persona que chupaba –fellator o fellatrix– se consideraba humillada de manera vergonzante; una actividad propia de prostitutas y esclavos (y esclavas, claro).
Por el contrario, un romano nunca habría entendido nuestro escándalo ante las relaciones sexuales con menores de edad, y seguramente se habría reído de nosotros. Bueno, un romano y toda cultura anterior al siglo XX, donde la edad reproductiva aceptada comenzaba de manera natural con el inicio de la pubertad y la edad a la que resultaba posible casarse era incluso anterior. De hecho, las leyes que determinan una edad mínima de consentimiento no empezaron a generalizarse hasta finales del siglo XVII, y esta edad era de entre diez y doce años; y así siguió siéndolo hasta segunda mitad del siglo XIX, cuando comenzaron a subirla por razones relacionadas con el puritanismo y el victorianismo anglosajones. Este es el motivo de que la edad de consentimiento sea más elevada en los países tradicionalmente protestantes que en los tradicionalmente católicos (en España, por ejemplo, sigue siendo de 13 años, y en muchos estados mexicanos es incluso inferior de facto; los países musulmanes y asiáticos, por su parte, sólo han establecido limitaciones a raíz de esta influencia anglosajona). En todas las grandes culturas de la Antigüedad –Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma, China– la edad de los participantes en un acto sexual no era ni siquiera asunto de su interés, o al menos no lo bastante como para hablar de ello o codificarlo de ninguna manera. En realidad, se consideraba parte del metesaca reproductivo básico: “las muchachas echan tetas y comienzan a parir hijos, ¿cuál es la noticia?”, nos habría preguntado cualquier súbdito o ciudadano de tiempos pasados.
La naturaleza del acto sexual, en cambio, ha sido objeto de restricciones, limitaciones y tabúes a lo largo de casi toda la historia de la Humanidad. Y, de manera muy notable en Occidente, la homosexualidad masculina. La femenina, en cambio, no parecía ser tan importante: lo que hicieran las hembras entre parto y parto nunca llegó a convertirse en materia de estado. Es bastante conocida la actitud liberal e incluso positiva de los griegos ante el tema (incluyendo a los muy machotes espartanos), pero también las severas condenas plasmadas en el Antiguo Testamento bíblico contra los sodomitas (que los clérigos posteriores extendieron a la homosexualidad femenina, aunque no es eso lo que dice el texto original). Los romanos, más que nada, hacían chistes al respecto (los romanos eran unos cachondos, si bien unos cachondos bastante crueles); y el historiador británico Edward Gibbon (1737-1794) comentó que “de los quince primeros emperadores [romanos], Claudio fue el único cuyos gustos en el amor eran enteramente correctos“.
Antes –durante la República Romana– habían empezado a aparecer leyes, como la Lex Scantinia, prohibiendo la homosexualidad entre personas libres (los esclavos eran cosas, y por tanto podían ser utilizadas a discreción de cada cual); parece que el número de persecuciones efectivas en virtud de estas leyes fue muy reducido y eran más un arma arrojadiza política que otra cosa. En tiempos imperiales, habían perdido ya buena parte de su vigencia. Dicen que Nerón se casó con uno de sus esclavos (el primer registro de un matrimonio homosexual de la historia), consta que Heliogábalo hizo lo propio con otro esclavo que se llamaba Hierocles, Trajano se lo pasaba pipa con los chavales, Adriano hace leyenda con el guapísimo Antinoo y el tema estaba lo bastante normalizado como para representarse en espacios públicos; por ejemplo, en las termas suburbanas de Pompeya (donde aparece un trío bisexual y una escena lésbica).
A los egipcios antiguos, por su parte, el asunto no les resultaba de particular interés. Aunque apenas se conservan referencias al respecto, la primera pareja homosexual (o bisexual) conocida podrían ser los supervisores de la manicura real (estilistas, vaya, ¡qué raro!) Nianjjnum y Jnumhotep, según las imágenes presentes en su tumba común de Saqqara (aprox. 2.400 a.C.). Pero vaya, que parece que a los egipcios esto de la cosa gay les importaba también lo bastante poco como para ni siquiera hablar de ello (ni para relatarlo, ni para exaltarlo ni para condenarlo; o lo llevaban muy escondido o se les daba una higa).
Ocurre además que, en la mayoría de las culturas antiguas, las relaciones interpersonales que no determinasen linajes reales o aristocráticos (lo que las convertía en un asunto de estado) se consideraban eminentemente un asunto privado entre personas o familias donde nadie más tenía por qué meter el hocico. En Roma, por ejemplo, no existía una ceremonia civil específica a la que llamar boda o matrimonio; la manifestación pública de que una pareja vivía junta por mutuo consentimiento, o había intercambiado dotes, bastaba para considerarlos una nueva familia (aunque los ricos y poderosos organizaban grandes fiestas y rituales que están en la base de nuestra bodas modernas). Estaba la conferreatio, el manus, el usus, el coemptio y los distintos arreglos entre esclavos y entre esclavos y libres y entre ciudadanos y no-ciudadanos y el sursum corda. Vamos, que cada cual se lo montaba como quería y podía dentro de unas ciertas costumbres sociales generalmente admitidas. Marcial (40-104 dC), en sus Epigramas, nos habla de numerosas familias homosexuales; y Juvenal (60-128 dC) nos cuenta que acudir a una de estas fiestas para celebrar una unión homosexual se había convertido en cosa corriente.
La persecución de la homosexualidad occidental.
En las religiones abrahámicas de las que emerge el cristianismo dominante en Occidente a partir de la caída de Roma, en cambio, todo esto está mucho más severamente reglamentado y restringido. Y la homosexualidad masculina, como ya sabemos, es el objeto de duras condenas:
El Nuevo Testamento cristiano no es mucho más comprensivo al respecto; el único cambio es que, bajo las leyes romanas, ya sólo pueden condenar a la gente al infierno:“Si alguien se acuesta con varón como con mujer, ambos han cometido abominación: morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos.”
–Levítico 20:13, en la Biblia.
“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores ni los rapaces heredarán el Reino de Dios.
–Primera Epístola a los Corintios 6:9-10, en la Biblia.
Sobre esta base religiosa, la cultura
occidental derivó hasta adquirir un carácter fuertemente homófobo a lo
largo de los siguientes siglos. Con la cristianización y decadencia de
Roma, la homosexualidad va siendo demonizada y termina por convertirse
en un chivo expiatorio social sujeto a castigos brutales que comúnmente
incluían la muerte –al estilo de aquellos tiempos, ya sabes–. Ya los
tres primeros emperadores cristianos penalizaron virulentamente toda
relación homosexual, lo que aparece recopilado así en el Código Teodosiano:
“Cuando un hombre se casa y está a punto de ofrecerse a sí mismo a los hombres a la manera de las mujeres, lo que él desea; cuando el sexo ha perdido todo su significado; cuando el crimen es uno del que no es beneficioso saber; cuando Venus es cambiada a otra forma; cuando el amor se busca y no se encuentra; [entonces] ordenamos que se alcen los estatutos, que las leyes se armen con una espada vengadora, que esas personas infames que ahora son culpables, o pronto lo serán, sean sujetas a pena exquisita.”
–Codex Theodosianus, 9.7.3.
Te puedes imaginar que esto de la pena exquisita
era, básicamente, cualquier forma horrenda de morir lentamente. Así
desaparecían las uniones homosexuales legales durante los siguientes
diecisiete siglos; y así se extinguía también toda posibilidad de
mantener relaciones homosexuales al amparo de la ley cristiana. Los
perpetradores (y sobre todo los pasivos) quedaban directamente
condenados a la hoguera:
El emperador Justiniano (483-565), en sus Novellæ Constitutiones, comienza a convertir a los homosexuales en chivos expiatorios de todos los males que afectan al pueblo, igual que se hizo con los judíos y las brujas:“Todas las personas que tienen la costumbre vergonzosa de condenar el cuerpo de un hombre, desempeñando la parte de una mujer para sufrimiento del sexo ajeno (pues no parece que sean diferentes a las mujeres), deben expiar un crimen de esta clase entre las llamas vengadoras a la vista del pueblo.”
–Codex Theodosianus, 9.7.6.
San Pedro Damián (1007-1072) cargó extensamente contra la homosexualidad y la masturbación en su Liber Gomorrhianus. La monja mística Hildegarda de Bingen (1098-1179) –canonizada de facto por Juan Pablo II y Benedicto XVI– aseguró que, según sus visiones, Dios en persona abominaba de la homosexualidad tanto masculina como femenina (en lo que constituye una de las primeras condenas expresas del lesbianismo). Por su parte, el reformador protestante Martín Lutero (1483-1546) dijo:“Y puesto que sabemos que algunos hombres, en las cadenas del diablo, se dan de manera grandemente disoluta a cosas que son contrarias a la propia naturaleza [...], dado que el hambre y los terremotos y las pestilencias están causados por estos pecados, les amonestamos para que se abstengan de los crímenes mencionados, para no perder sus almas. Y si hay algunos que perseveren en esta iniquidad tras esta nuestra amonestación, ellos mismos se han demostrado indignos de la clemencia de Dios [...] y se les aplicará la pena de muerte.”
–Novellæ Constitutiones, 77. Ver también la 141.
Se profundizaba así en una larguísima persecución que la Inquisición católica y las autoridades protestantes recogieron con gran afición durante toda la Edad Media y el Renacimiento. Cualquier persona sospechosa de cometer el llamado crimen contra natura o pecado nefando corría un riesgo cierto e inmediato de acabar en la hoguera, además de otros tormentos brutales fáciles de imaginar dadas sus características. Sólo en Sevilla, entre 1578 y 1616, fueron ejecutadas al menos cincuenta y cinco personas por esta razón, y un número muy superior resultaron condenadas a azotes y galeras. En los territorios protestantes, la homosexualidad se persiguió con aún mayor afán. Y en los territorios musulmanes sucede lo propio, más al calor de las Hadiz que del Corán, aunque al parecer de una manera menos obsesiva hasta el surgimiento y expansión del wahabismo a partir de mediados del siglo XIX (pues existe una literatura homoerótica árabe durante toda la Edad Media, a diferencia de lo que sucede en la Cristiandad, donde fue exterminada por completo).“El vicio de los sodomitas es de una enormidad sin parangón. Se aparta del deseo y la pasión naturales, plantados en la naturaleza por Dios, según los cuales el varón tiene un deseo pasional por la hembra. La sodomía persigue lo que es completamente contrario a la naturaleza. ¿De dónde viene esta perversión? Sin duda alguna, procede del diablo.”
–En Plass, E.M.: Lo que dice Lutero: una antología.
Resulta imposible saber cuánta gente fue encarcelada, torturada y asesinada por homosexualidad durante este largo periodo, aunque con toda seguridad la cifra asciende a muchos miles y puede que algunos millones. Todo lo relacionado con la afectividad entre personas del mismo sexo, y especialmente entre hombres, fue demonizado en la mentalidad popular al mismo nivel que los judíos, los herejes o las brujas (y los cuatro conceptos fueron vinculados en el proceso). La caza del marica se convirtió en deporte habitual, con la aprobación de la sociedad y la complicidad de las autoridades.
Homofobia pseudocientífica.
La Ilustración, el Racionalismo y los cambios revolucionarios
que terminaron con el Antiguo Régimen a lo largo de los siglos XVIII,
XIX y XX comenzaron a acabar también con estas persecuciones brutales,
pues los poderes religiosos que habían sido predominantes durante todo
el periodo anterior se vieron ahora rechazados y expulsados de muchos
ámbitos. Pero, si bien a esas alturas todo el mundo sabía ya que las
brujas no eran más que pobres desgraciadas y que los herejes seguramente
eran librepensadores, el antisemitismo y la homofobia no iban a
desaparecer con tanta facilidad. La sociedad necesitaba nuevos
argumentos para seguir odiando y despreciando a estos colectivos, y ahí estuvo la mala ciencia para proporcionárselos
con una serie de conjeturas e hipótesis que violaban el método
científico por todas partes pero las buenas gentes anhelaban tragarse
con anzuelo, plomada y sedal. ¿Cómo íbamos a seguir manteniendo los
valores familiares tradicionales racistas, clasistas, mojigatos,
antisemitas y homófobos, si no?
Como suele ocurrir, el pecado, la violación de determinadas reglas morales y religiosas, fue convertida en enfermedad. Lentamente, las personas gays, lesbianas y bisexuales dejaron de ser pecadores para transformarse en enfermos.
Eso, además, permitía mantener la criminalización de la homosexualidad
en los países más tradicionalistas como materia de salud pública, moral
social y protección de la juventud. Fue el psiquiatra austro-alemán Richard von Krafft-Ebing quien, en su famosa obra Psychopathia Sexualis (1886), caracterizó un gran número de desviaciones sexuales como enfermedades mentales.
Los razonamientos de Krafft-Ebing
difícilmente pueden considerarse científicos: en esencia, está
convencido por razones morales y religiosas de que el único fin de la
sexualidad es la procreación, y por tanto todo lo que se salga de los
mecanismos estrictamente necesarios para garantizarla son parafilias
(“desviaciones”). Por ejemplo, para Krafft-Ebing, la violación era un
acto moralmente reprobable pero no una perversión sexual, puesto que
podía dar lugar a un embarazo.
Obviamente, la homosexualidad masculina y
femenina cayó de lleno en la telaraña psiquiátrica de Krafft-Ebing (que
hoy en día sabemos que no sirve, esencialmente, para nada). No era la
primera vez que la atracción por las personas del mismo sexo resultaba
caracterizada como una forma de enfermedad mental, pero la enorme
influencia de Psychopathia Sexualis convirtió este concepto en dogma científico-moral
para todo psiquiatra, neurólogo o psicólogo de su tiempo, pasando
rápidamente a la política, la religión y la sociedad porque les venía de
lo más bien. Y si la homosexualidad era una enfermedad, entonces tenía
pronóstico, diagnóstico y sobre todo tratamiento. Porque sí, porque
todas las enfermedades los tienen; esta no iba a ser una excepción.
Los nazis, en su sempiterna búsqueda de
soluciones simplonas a problemas complejos, afrontaron este problema de
salud pública mediante su solución favorita: la eugenesia y el exterminio. Erradicado el enfermo se erradica la enfermedad o, en términos más castizos, muerto el perro se acabó la rabia. Con esta sencilla aplicación del sentido común,
aproximadamente cincuenta mil homosexuales acabaron en las prisiones
nazis y entre cinco y quince mil desaparecieron en los campos de
exterminio. Sí, la mala ciencia, los prejuicios y el peor sentido común nos ponen a todos al borde del abismo.
En los países occidentales y en el entorno soviético prefirieron seguir avanzando en los tratamientos,
con o sin internamiento. Una nueva generación de psiquiatras,
psicólogos y neurólogos a ambos lados del Telón de Acero decidieron que
eso de ir capando o lobotomizando a la gente por ahí era un atraso:
ahora disponían de un potente arsenal farmacéutico para tratar el
supuesto mal. Y se aplicaron a fondo, con las mejores técnicas
neuropsiquiátricas de su época: electroshock, choque farmacológico,
castración química, tratamientos hormonales, aplicación de toda clase
de psicofármacos y por supuesto largas sesiones de psicoterapia
sustentadas en la aceptación de la enfermedad y la mejora de la calidad de vida
(pues ya iban dándose cuenta de que el tema no tenía cura, y es normal:
no se puede curar lo que no es una enfermedad). El gran científico y
padre de la informática moderna, Alan Turing,
fue una de las víctimas de estas atrocidades (que frecuentemente se
aplicaban por orden judicial o paterna, como una alternativa a la cárcel
o el reformatorio); quizá Turing sea la cara más visible de los miles y
probablemente millones de víctimas de todas estas supercherías que
empujaban a la gente a la locura, la violencia, el aislamiento y el
suicidio de manera sistemática y científica.
La terapia de reparación.
En fin: el caso es que toda una generación
de conductistas y asimilados se pasaron algunas décadas metiéndoles
descargas eléctricas a la gente (y con frecuencia a menores) una y otra
vez para generarles aversión a las personas del mismo sexo. Este tratamiento, básicamente el experimento Ludovico de La naranja mecánica, se puede resumir fácilmente como una larga serie de crueles sesiones de tortura terapéutica
para inducir temor, rechazo y paranoia ante todo lo vinculado con la
misma (como, por ejemplo, fotos de personas de tu mismo sexo desnudas o
en actitud erótica que te iban enseñando, y entonces, ¡zasca! Voltios a
tutiplén.)
Esta técnica fue muy popular para regenerar desviados
en las prisiones de diversas dictaduras recientes que mantuvieron o
mantienen la criminalización de la homosexualidad; entre ellas, el franquismo, sobre todo en las prisiones de Badajoz y Huelva. Y también en clínicas privadas, de nuevo con preferencia a los niños y niñas raritos o sólo sexualmente curiosos. La cosa sigue así hasta 1973, cuando la homosexualidad es retirada del DSM
norteamericano por falta de todo fundamento científico para seguir
considerándola una enfermedad mental; en Europa, no desaparecerá por
completo del CIE
hasta 1992. La completa rehabilitación de Alan Turing por el Gobierno
Británico y la petición de disculpas póstumas del entonces Primer
Ministro Gordon Brown es, quizá, la mejor expresión del fin de estas
supersticiones medievales en el mundo occidental:
“Si bien a Turing se le aplicó la ley de su tiempo y nosotros no podemos hacer que el reloj vuelva atrás, por supuesto su tratamiento fue absolutamente injusto, y me agrada tener la oportunidad de decir lo mucho que lamento y lamentamos lo que le ocurrió… Por tanto, en el nombre del Gobierno Británico y de todos aquellos que viven en libertad gracias al trabajo de Alan, me siento muy orgulloso de decir: lo sentimos mucho; merecías algo mucho mejor.”
–El Primer Ministro del Reino Unido, Gordon Brown, en declaración oficial (2009).
Aquí, por supuesto, aún no se ha disculpado nadie por nada.
(Convendría recordar aquí que, en la
mayoría de países europeos contemporáneos, quien aplique semejantes
tratamientos a una persona menor de edad es más que posible reo de
maltrato y abuso infantil, y puede que hasta de abuso sexual de menores;
por lo que cualquier persona de bien que tuviera conocimiento de algo
semejante en su entorno debería ir a ponerlo en conocimiento del juzgado
de guardia inmediatamente.)
Para empeorar las cosas, el nuevo
fundamentalismo islámico en el mundo musulmán también ha hecho bandera
de la persecución de la homosexualidad y los homosexuales, con numerosos
encarcelamientos, torturas y ejecuciones en una extensa región del
mundo. A veces parece que lo que llevamos de siglo XXI es un retroceso
al siglo XI, la verdad.
Sin embargo, y pese a los errores pasados,
la ciencia ha seguido aprendiendo y ahora sabe que las personas
homosexuales no están enfermas; por fortuna, ya nadie podrá acogerse a
un argumento científico para justificar sus prejuicios, su odio y su
ignorancia. Y al hacerlo, no son las personas homosexuales quienes han
sido rehabilitadas –pues no les debería haber hecho ninguna falta, si no
hubiera sido por tanta injusticia–, sino la ciencia quien se ha
rehabilitado a sí misma de una mancha vergonzante mediante su mayor
poder, el que la diferencia de todo dogma y superstición: la capacidad
de reconocer sus propios errores, aprender de los mismos y contribuir
decisivamente a la lucha humana por un mundo mejor.
Fuente, vìa, tomado de :
http://www.lapizarradeyuri.com/2010/09/12/reparando-homosexuales-destruyendo-personas/
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