Una vida entera. Creo que los 33 mineros sepultados en las
profundidades de la mina San José en Chile se han estado preparando toda
su vida para enfrentar el desafío de múltiples meses bajo tierra. O tal
vez hasta aventurar que es una batalla que vienen librando desde antes
de que nacieran.
A semejanza de su país.
La epopeya de hombres que descienden a las tinieblas de la montaña y
desgajan minerales desde la oscuridad y luego sufren un accidente que
los deja a la merced de aquella oscuridad es parte del ADN de Chile, una
parte integral de la historia de mi país.
Fue una de las primeras cosas que aprendí sobre Chile cuando llegué a
Santiago en 1954 a los 12 años de edad. –Abran sus libros hasta
encontrar El Chiflón del Diablo –nos requirió el profesor de
castellano–. Un cuento de Baldomero Lillo, publicado en 1904.
Era un relato de una catástrofe parecida a esta que, tantas décadas
más tarde, el 6 de agosto del 2010, afectaría a los mineros de San José.
Ahí se encuentra una tragedia que habría de repetirse
interminablemente: cómo la tierra devora a los que se atreven a
sumergirse en sus entrañas, una exploración de la miseria que, como
tantos otros cuentos clásicos que escribió Baldomero Lillo a principios
del siglo XX, todo escolar en Chile debe estudiar. Claro que aquellos
33 mineros no sabían cuando leyeron El Chiflón del Diablo en el colegio
que algún día tendrían que vivir ese terror en la realidad de sus vidas y
no ya en la literatura. No podían adivinar que más de cien años después
de que Baldomero Lillo imaginara esa ficción, las precarias condiciones
de la vida minera, la explotación inhumana, los riesgos para los
trabajadores, seguirían esencialmente inalterados.
Fue la minería la que forjó a Chile.
Los conquistadores que fundaron las primeras ciudades cruzaron
páramos alarmantes y valles prohibidos en busca de oro. Después se
apreció el valor de otros minerales: el hierro que se fundía en altos
hornos y el cobre que es todavía hoy la principal exportación de Chile y
el carbón del sur del que Lillo escribió y que fue crucial para los
barcos que se detenían para reabastecerse camino a una California presa
de la fiebre del oro. De hecho, muchas de las técnicas utilizadas en
California a partir de 1849 se debieron a chilenos que nacieron y se
criaron en Copiapó, no lejos de donde hoy se encuentra la Mina San José,
miles y miles que partieron a Estados Unidos con la repentina ilusión
de enriquecerse.
Pero de todos los minerales fue el salitre el que, sobre todos los
otros, creó el Chile de la modernidad. Esas extensiones de costra salada
en el Atacama, el desierto más seco del mundo, constituían la base para
el mejor fertilizante conocido por el hombre y, además, servían para
fabricar explosivos. Centenares de pequeñas ciudades se levantaron en
las sabanas pedregosas de la pampa salitrera y millones de toneladas
fueron enviadas a una Europa presa de una revolución industrial que
necesitaba desesperadamente aumentar su producción agrícola. Y unas
décadas más tarde, como ocurre con tanta frecuencia en América Latina y
otros sitios tristes del planeta –piénsese en el caucho del Amazonas, en
la plata de Potosí–, disminuyó la demanda del salitre y sólo quedaron
pueblos fantasmas, una diáspora de casas raquíticas desparramadas por el
desierto, una legión de vidas en ruina.
El nitrato dejó algo más que desolación tras de sí. El mundo se ha
maravillado con la manera en que los 33 mineros confinados bajo la
tierra de San José se han organizado en turnos, han generado una
jerarquía de mando, han dispuesto un plan de supervivencia echando mano
de los talentos y recursos acumulados a lo largo de una vida de labranza
tenaz. Yo confieso, en cambio, no sentir sorpresa alguna. Es así como
siempre han resistido y perdurado los trabajadores chilenos frente a los
retos más formidables. Es el legado de aquellos que extrajeron el
salitre desde el desamparo, aquellos que, en la época en que Baldomero
Lillo escribía acerca de los tormentos de los mineros, supieron
establecer los primeros sindicatos, los primeros grupos de lectura, los
primeros periódicos de la clase obrera. Esas lecciones de unidad y
fortaleza y orden y, sí, astucia, se pasaron de padre a hijo a nieto, lo
que todo hombre precisaba saber si había de superar los desastres que
lo esperaban en un mundo inmisericorde.
Por cierto que fue una suerte piadosa la que visitó a los 33 mineros
ese día reciente de agosto cuando la montaña se derrumbó. Pero no fue la
suerte lo que los mantuvo con vida. Adentro de ellos se encontraba el
entrenamiento invisible, el aliento de sus ancestros que se perpetuaron
para murmurarles qué debían hacer para no morir, una y otra vez, en la
oscuridad.
Hubo un milagro allá, en San José, pero poner el énfasis tan sólo en
la fortuna benigna es perder de vista lo que puede ser quizás el
significado más recóndito de lo que ocurrió en ese paraje, lo que sigue
ocurriendo; es dejar de lado las preguntas que de verdad importan.
¿Cómo es posible que, más de un siglo después de que los cuentos de
Baldomero Lillo denunciaron las circunstancias feroces en que se
laboraba bajo el suelo terrestre… cómo es posible que aún persistan la
misma inseguridad, los mismos peligros? ¿Cuántos nuevos accidentes como
éste hacen falta para que se legisle preventivamente y los mineros
puedan acometer su faena cotidiana sin arriesgar en forma indecorosa sus
vidas?
Esos 33 mineros son ahora héroes nacionales e internacionales, con
todo Chile, junto a una buena parte del resto del mundo pendiente de sus
trances y de su progreso paulatino hacia la luz del día. Debido a una
de esas coincidencias que la historia nos depara de vez en cuando, esos
hombres han quedado atrapados en el preciso momento en que las últimas
estadísticas han demostrado, para nuestra vergüenza, que la pobreza en
Chile ha aumentado drásticamente por primera vez desde que Pinochet
dejó de ser dictador del país.
¿Es demasiado soñar que las tribulaciones de esos hombres perturbarán
la conciencia de Chile, que ayudarán a crear un país donde, dentro de
cien años, los relatos de Baldomero Lillo y la historia de los 33
mineros de San José serán cosa del pasado, una reliquia, algo legendario
pero ya no rutinario?
Eso sí que sería un milagro. l
*Ariel Dorfman es el autor de la novela Americanos. Los pasos de
Murieta, y del libro Memorias del Desierto, que explora la vida de los
mineros del norte de Chile.
Fuente, vìa :
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/83259
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